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Sobre industria cultural: la Fiesta del libro y la cultura en Medellín.

Luego de que en el año 2018 la encuesta Nacional de Lectura del DANE afirmará que "Medellín es la ciudad en la que se leen más libros en Colombia", la opinión pública tradicional ha  promovido -modestamente-, a través de slogans publicitarios, frases como: "Medellín ciudad lectora", o “Medellín aspira a tener más Quijotes” con el fin de asegurar, en la memoria cotidiana de las personas, un espacio para el consumo de la literatura, aunque el promedio de libros leídos por persona no dejen de ser decepcionantes.




En el presente año 2022 se realizó La edición 16º de "La Fiesta del Libro y la Cultura", uno de los tres eventos más grandes de la ciudad en torno a la literatura. Para demostrar el éxito comercial de este tipo de encuentros masivos, en el cual  la ciudadanía "vibra con la lectura", solo tenemos que revisar cifras: la edición de este año cerró con un récord de $6.647 millones en ventas de libros y con 504.000 visitantes. Además de la evidente reactivación económica de las grandes cadenas de distribución y circulación encargadas de procesos culturales, la pregunta que se abre es: ¿existe verdaderamente un público lector en la ciudad hoy? 



Más allá de los datos, que no son más que referencias a números de ventas de mercado,  habría primero que reflexionar acerca de la fisonomía cultural socialmente aceptada por el público consumidor de literatura. Es decir, existe una necesidad de abordar racionalmente la forma que adopta el encuentro cultural en la ciudad a través de los libros y de la formación de la esfera pública. 


La cultura da a la esfera pública el horizonte de sentido según el cual deben formarse los miembros que la componen. Es en ese proceso formativo cuando se cultivan inquietudes intelectuales y prácticas que más tarde pueden aparecer en la esfera pública como problemas a resolver. La cultura ofrece el “principio de realidad” que guía el desarrollo de la esfera pública, es decir, que establece los fines y obligaciones de los participantes en dicha esfera pública.





Sin embargo, dicho sentido no puede ofrecerse sobre una base estable y unívoca. Esto se debe, por un lado, a que las diversas comunidades y culturas que existen en Colombia hacen prácticamente imposible definir algo así como “rasgos culturales colombianos”. Resulta sencillamente absurdo querer equiparar a Isabel II, como símbolo de unidad nacional, con la bandeja paisa.



Frente a dicha diversidad ya el término mismo de “unidad nacional” resulta sospechoso. Por otro lado, frente a un mundo cada vez más desencantado, la cultura ya no parece ofrecer por sí misma un soporte para la vida práctica de los seres humanos. La palabra “cultura” siempre debe aparecer junto a algo más: cultura empresarial, cultural profesional, cultural metro, etc. Esta adjetivación de la palabra cultura lleva a una doble sospecha: en primer lugar que no existe algo así como una “pura cultura”, un origen natural o histórico que sirve de medida guía ética. En segundo lugar, indica que, a pesar de ello, hay ciertas actividades que deben recurrir a cierta fuerza cultural para adquirir un tipo de reconocimiento como parte fundamental del desarrollo de la vida social, es decir, los elementos de la vida social deben aparecer como patrimonio cultural. Es esta contradictoria situación lo que Durkheim denominaba como “anomia”, y este es el problema fundamental de la modernidad.



Ahora bien, dicha situación anómica indica el problema moderno de la cultura, pero no el punto de partida de un análisis crítico de este problema, es decir, no sabemos en dónde encuentra la cultura la unidad social que la habilita como soporte de “algo más”, del comportamiento en el metro, de la responsabilidad de las empresas, o del rendimiento en el trabajo. Para el caso particular de este análisis, la cultura debe ser entendida desde un doble punto de vista: por un lado la necesidad propiamente humana a la que atiende las formas de manifestación de la cultura. Para nuestro caso particular sería la feria del libro. Por otro lado, las fuerzas sociales que hacen posible dichos festivales. Por lo tanto, el análisis debe partir de la intrincada relación entre las redes económicas aliadas interesadas en la masificación del "acceso a las letras" con las actitudes individuales pseudo-culturales aceptadas socialmente. Pensar el vínculo entre la organización de los intereses de producción y la formación cultural de las personas es el interés del presente artículo.




Lo primero que se puede advertir frente a esta relación es que la difusión de la cultura no tiene una relación vital con los sujetos lectores, es decir, con la formación y la educación, sino que lo que existe es el reflejo objetivo de una industria cultural que se legitima con los intereses de un público despolitizado a través de contenidos amorfos del entretenimiento. Mientras la publicidad presenta los éxitos y hazañas del público lector de Medellín, por un lado, niegan sin sonrojo los hechos materiales sobre los que convive la ciudad en materia de educación, por otro. Hoy Medellín cuenta con altos índices de deserción escolar,  de pobreza y de falta de inversión en programas sociales que apoyen procesos formativos en niños, niñas y jóvenes. Por esta razón, la composición interna que posibilita año tras año estos espacios de "socialización", se hace fundamental para la comprensión de dicha problemática.


En primer lugar, el análisis de la fuentes de financiación y los grandes aliados culturales podría dar pistas acerca de la composición de la naturaleza del público lector. O mejor, de aquellos que previamente organizan los intereses del público lector. Si revisamos las principales entidades encargadas de este evento, además de ciertas instituciones públicas como la alcaldía de Medellín o el sistema de bibliotecas públicas, también aparecen las “cajas de compensación familiar”, Comfama y Comfenalco. Estas cumplen la función de manejar los recursos públicos, derivados de los impuestos sociales que se recaudan de las empresas y que aparentemente no tienen ánimo de lucro, ya que el capital es destinado a procesos culturales, educativos y sociales. Ahora bien, una mirada superficial se estancaría en la lectura de los valores corporativos que mueven e inspiran estas figuras privadas, que son las encargadas de manejar gran parte de los recursos sociales del país y que no tratan el bienestar del ciudadano sino del cliente.





Tanto Comfenalco como Comfama, las dos grandes cajas de compensación, surgen como una política liberal de comerciantes reunidos, es decir, como un conglomerado de empresarios, que decidieron la forma en cómo debían ser  manejados los impuestos sociales, que la ley y el Estado les exigían. Sin embargo, ante la desconfianza empresarial respecto de que el Estado no tendría la capacidad real de administrar “como se debe” aquellos recursos públicos, se crean las cajas de compensación. En concreto, Comfama responde a la ANDI (Asociación Nacional de Industriales) y Comfenalco responde a FENALCO (Federación Nacional de Comerciantes).



Las cajas de compensación familiar constituyen una figura tercerizada en donde no son los intereses de las empresas quienes “directamente” deciden sobre la organización de una parte de los impuestos sociales del país, sino un comité directivo empresarial. Es decir, las cajas de compensación son las encargadas de tercerizar servicios del Estado como la educación, la cultura, la niñez y el empleo, pero no son reguladas de la misma forma.




Esto se debe a que dichos comités directivos se forman como un reino arcano que toma decisiones de peso público, pero que al no tener el estatus de empresa no son sometidos al mismo tipo de regulación estatal. Al supuestamente responder de forma directa a intereses sociales generales, sus intereses privados nunca son regulados porque no son considerados como tal. Se esconden a plena luz del día.

 

Además de que ya resulta bastante revelador que lo primero que se ve al entrar a la página de Fenalco es la imagen de Cristóbal Colón recibido gratamente por los indígenas americanos (como símbolo de dominación cultural), la pregunta que inmediatamente surge es si los intereses empresariales que defienden son compatibles, y en qué medida lo serían, con los intereses culturales de los colombianos.



Frente a esta pregunta se puede objetar inmediatamente que presupone sin mucha explicación una tensión entre los intereses populares y los intereses de la élite económica colombiana y que ello no debería ser así. Al fin y al cabo Comfama y Comfenalco ofrecen programas y subsidios para los más necesitados y en la feria del libro conviven armoniosamente y por igual pequeñas librerías y estantes de las grandes editoriales como Planeta. A esta armonía Comfama la denomina como “capitalismo consciente”.



Pero esta apariencia de armonía y consciencia no es más que eso, apariencia. Ya la designación de estas entidades como “cajas de compensación familiar” indican la incapacidad de las familias de los trabajadores de poder brindar precisamente el sustento suficiente para la satisfacción de las necesidades de sus miembros y la necesidad que el Estado tiene de delegar dichas funciones. A esto se le suma el hecho de que dicha compensación viene de la mano de servicios financieros que forman todo un circuito económico alrededor del cual se estructuran las relaciones sociales y que hace de aquellos problemas concretos de la vida cotidiana precisamente el presupuesto justificatorio de los créditos que ofrecen estas cajas de compensación.





El vínculo entre la formación cultural, el público de lectores y los intereses de producción no debe, por tanto, ignorarse. Tal cosa resultaría sencillamente absurda. Por el contrario, ambos conforman todo un sistema al organizarse y complementarse paralelamente. Los indicadores que representan el aumento de la lectura y que aparentemente se refleja en las ventas de libros en eventos como la Feria del Libro en Medellín, no pueden distanciarse de los intereses privados de financiación, en este caso, de quienes integran económicamente las cajas de compensación familiar en el país. Por esta razón, no es posible pensar la cultura como una esfera crítica e independiente, sino como un apéndice parasitario que nutre y legitima los intereses de producción.




Los espacios de socialización que apuntan a la lectura sólo dejan un lugar para el intercambio mercantil. La Fiesta del Libro en Medellín cuenta con un sinnúmero de stands para la venta de libros y el consumo de alimentos, pero con pocos o ningún espacio para la formación de un público crítico. E incluso cuando esos espacios de formación y discusión parecen abrirse, es díficil no tener la sensación de impotencia intelectual porque las implicaciones de esa conciencia crítica parecen no superar los límites físicos de esa feria. Una vez esta feria acabe, también lo hará dicha conciencia crítica. 


Las relaciones de producción aparecen como la unidad sintética de la diversidad cultural. Pero dicha síntesis sólo puede adquirir una forma ilusoria. Ideas como el bienestar popular quedan allí absorbidas. Uno puede estar de acuerdo en que la formación en la lectura, la formación cultural en general, aquella que ofrece una guía práctica de la realidad, es pilar fundamental del bienestar humano. Pero en lugar de que el bienestar adquiera el papel central del desarrollo vital de los seres humanos, este bienestar solo aparece mediante un “rodeo”, mediante una “compensación”. El bienestar compensatorio de estas cajas presupone el malestar producido en los demás ámbitos sociales, políticos e incluso familiares.


En esos términos puede comprenderse la fiesta del libro. No es tanto la creación real de una esfera pública de lectores que discuten sobre los asuntos más altos de una sociedad, sino un espacio apto para la inversión de grandes editoriales donde la preocupación por el rol de la lectura en la esfera pública interesa más bien poco. La capacidad práctica de los individuos para determinar la realidad de la alfabetización de los adultos, por ejemplo, o la capacidad de establecer los fines culturales para un nuevo principio de realidad que no parta de la miseria y el malestar queda completamente bloqueada y, precisamente por ello, las decisiones culturales fundamentales quedan en manos de aquellos ámbitos arcanos de decisión.





Ahora bien, esto no quiere decir que la cultura quede liquidada, o que incluso no pueda referirse a un público de lectores. Más bien, la pregunta que debe quedar abierta es: ¿cuál es la forma específica que adopta la cultura y el público de la ciudad hoy, en relación a los ritmos del capital? Para conocer la feria del libro habría que mirar más de cerca las editoriales, las empresas a las que están asociados o las grandes corporaciones que dan recursos materiales y financieros para llevar a cabo estos eventos que los libros mismos, pero también la permanente insatisfacción que producen estos eventos, el hecho de que la necesidad humana de la formación cultural no parece tener acogida real en dichos espacios. Solo así se podría hacer de la feria del libro una auténtica feria que gire alrededor del legado intelectual y artístico de los grandes escritores.




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