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Sobre la cuestión judía

Como era de esperarse, la esfera pública colombiana se encuentra inquieta por estos días debido a los nombramientos y a las dinámicas del nuevo gobierno. Hay en el aire una preocupación por la institucionalidad y los valores que siempre han “caracterizado al país”. Ana Bejarano Ricauerte, columnista de Los Danieles y “Cambio”, ha manifestado su preocupación por la coalición de Gustavo Petro con el partido liberal. Según la columnista, esto es la muestra de un cúmulo de prácticas insanas, tal como ella las denomina, que han degradado la promesa del trapo rojo que alguna vez hubo en el país.



Resulta irónico que la revista “Cambio” reproduzca la misma argumentación de aquel sector de la sociedad colombiana que nunca cambia, el mismo pobre argumento que tanto medios como periódicos tradicionales repiten: donde hubo antes una verdadera representación, ya sólo queda corrupción, falta de oposición y venta de “principios”. Por tanto, se apela a la “deformación” y al declive de los valores de los partidos tradicionales. Se remite a un lugar lejano en el que existió la discusión ilustrada, la vigorosidad de las ideas.

La pregunta que inmediatamente debería plantearse es: ¿han existido históricamente las condiciones políticas para hablar de “verdaderos” principios partidistas en un país como el nuestro, cuando fueron precisamente las elites políticas que nos hundieron en la crisis quienes sacudían con tanto ahínco cualquier harapo teñido de color rojo? La victoria de Gustavo Petro no sólo ha implicado que la esfera pública tradicional colombiana haya tenido que cambiar sus coordenadas ideológicas con el fin de adaptarse a los nuevos cambios en el gobierno, sino que, de por sí, es ya un fenómeno que requiere una explicación socio-histórica que logre reconstruir, por un lado, las condiciones que hicieron posible su victoria y, por otro lado, las expectativas y promesas que fundamenta normativamente este proyecto político.



Ambas tareas son, no obstante, proyectos de largo plazo, igual que lo pretende ser el proyecto político del presidente electo. Frente a lo ambicioso de este proyecto, los medios tradicionales se han mostrado, naturalmente, escépticos. No es tanto un escepticismo producto de una cultura periodística crítica como del hecho de que esos proyectos a largo plazo siempre han tendido a dar un paso atrás frente a proyectos de corto plazo, que siempre implican dinamitar los fundamentos mismos de la democracia y que, por el afán de una practicidad muy poco planeada, sólo ha encontrado en la violencia una salida.


El hecho de que la conciencia de las élites culturales apelen una y otra vez a un pasado que hay que recuperar implica que se ha dejado de lado, primero, el hecho de que el pasado de Colombia se ha caracterizado por la violencia como el medio de integración social y, en segundo lugar, que el espíritu de cambio que cubre las promesas liberales que se han planteado históricamente en Colombia han encontrado sus obstáculos históricos justamente por esos movimientos conservadores que pretenden volver al pasado por su incapacidad para comprender el presente. La única opción que les queda a las elites culturales para señalar un problema, que retumbe como legítimo en la opinión pública, es echar mano de un pasado inexistente. Se recurre nostálgicamente a los “verdaderos valores” para reclamarle algo al nuevo gobierno, aunque afirmen que ya no existe tradición a la cual apelar, ni consigna familiar en la cual creer.


No sólo hay un afán por exigir el verdadero cambio, sino además una claridad irreflexiva que supone lo que significa un verdadero cambio. De allí que no tarde en manifestarse la desconfianza, la sospecha y la incredulidad, muy burguesa, por lo además, de que el poder volverá a traicionar los verdaderos principios, utilizando los mismos de siempre. Dicha irreflexividad consiste justamente en que se pretende establecer el significado del verdadero cambio independiente y abstractamente, es decir, con indiferencia respecto de los retos históricos y políticos del presente.


Un proyecto político alrededor de los ideales de la modernidad que al mismo tiempo reconoce nuestra historia colonial no puede construirse en tan solo cuatro años y, en efecto, no pretende realizarse por vía autoritaria [Agregar imagen Proyecto de Petro]. La esfera pública tradicional colombiana se caracteriza por una renuncia a esos ideales y promesas. Ello tiene dos consecuencias: la primera es que a las élites colombianas no les interesa ni siquiera el cambio esperable en la sociedad actual, es decir, el desarrollo del capitalismo. La segunda es que la crítica parece no tener más que la forma de un lamento impotente por una ideología que ya no es la de nuestro tiempo. De ahí que Gustavo Petro efectivamente encarne los ideales del liberalismo (no del Partido Liberal). En otras palabras, Colombia aún no ha conocido realmente la realización de la modernidad capitalista y, con ello, tampoco ha conocido sus límites ni la necesidad de la transformación.


La apelación al espíritu del liberalismo, a la realización de Latinoamérica como un proyecto, el llamado a una ciudadanía atenta, todos estos elementos hacen parte de las revoluciones y procesos independentistas que se dieron en Latinoamérica. Pero ello también implica que los límites inherentes a esas revoluciones son también arrastrados en este proyecto político. Así, por ejemplo, no se busca tanto superar el TLC, como renegociarlo.



De la misma forma, el proceso de paz con las FARC y las posibles negociaciones con el ELN tienen en mente justamente las condiciones de existencia de toda sociedad moderna: la propiedad privada, el Estado de derecho y el intercambio comercial. Volver sobre esto es, además, imposible. Lo curioso es que la esfera pública tradicional, que gusta de tachar arbitrariamente cualquier posición distinta como “castrochavismo”, no entiende ni siquiera los principios del sistema económico y del tipo de sociedad que busca defender. Pero tampoco nos es dado esperar algo distinto. Justamente el límite reside en que los procesos políticos que buscan una transformación de la sociedad, como los movimientos sociales y las movilizaciones de los últimos años, deben estrecharse en sus ideales cuando buscan representación oficial.


Los ciudadanos deben participar activamente al apropiarse de los modos en que los medios tradicionales se han anquilosado históricamente. Solo en ese sentido se podría, por un lado, empezar a enfrentar la miseria en la que los colombianos han sido hundidos históricamente. Pero, por otro lado, podríamos percibir también los límites de la sociedad moderna y, quizá, surja una conciencia de verdadera transformación humana. ¿Qué se le está exigiendo y qué se le puede reclamar al gobierno de Petro? La preocupación por el cambio, antes de jactarse conservadoramente de que no sucede porque algo se perdió en el pasado, debe comenzar por pensar los límites que existen objetivamente dentro de la sociedad colombiana para poder exigir una emancipación política.


Esa confusión sobre los fines de una transformación política en el país recuerda al argumento de Marx contra Bauer en La Cuestión Judía: no sólo se exigen condiciones que no le corresponden a esa transformación política, sino que el desconocimiento sobre las condiciones históricas y sociales hace pensar en un tipo de transformación abstracta que solo existe en la cabeza. Sin un tratamiento crítico de la historia y la sociedad colombiana, cualquier apelación a la nostalgia por viejos valores partidistas no puede adquirir más que la forma de una pataleta infantil.



En ese mismo texto, Marx afirma:

“Sólo una crítica de la emancipación política misma puede ser la crítica final de la cuestión judía y su verdadera solución es la cuestión general de nuestro tiempo”.

Traduciendo esta cita a nuestra situación política, se podría decir: solo la crítica de los límites históricos de la sociedad colombiana puede ser la crítica final a la emancipación política a la que se aspira durante este nuevo gobierno y su solución es la cuestión general de nuestro tiempo. No se trata entonces de hacer crítica a un partido de derecha o de izquierda, o al Estado, sino a la forma misma de la sociedad colombiana. Dicha crítica no se queda en la emancipación política, exige además la emancipación de la humanidad. Sin embargo, hoy no sólo se confunde la emancipación política con la emancipación humana, sino que la esfera pública tradicional no concibe los límites existentes en la sociedad moderna y democrática, y por tanto, lo que sería una verdadera emancipación política. Las promesas incumplidas del liberalismo no hacen de ellas valores falsos, por el contrario, son la muestra que debe seguirse empujando hacia una crítica cada vez más radical de la sociedad existente.


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